Bienvenidos a la era de la economía colaborativa

11 enero 2015, 15:00
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Siguiendo el fenomenal ejemplo propuesto por Brian Chesky, fundador y CEO de Airbnb, en Estados Unidos existen aproximadamente unos 80 millones de taladros domésticos, cada uno de los cuales tiene un uso medio de unos 13 minutos a lo largo de su vida útil. Siendo esto así, ¿realmente necesitamos tener un taladro en propiedad? ¿no resultaría económicamente más rentable pagar por su uso cuando realmente necesitemos ese utensilio? ¿Y si trasladamos lo anterior al campo de la movilidad? Un coche se pasa de media más de un 95% de su tiempo estacionado. Sólo en España existen 29 millones de coches, de los cuales 5 millones apenas salen del garaje. Adicionalmente, en España se calculan unos 100 millones de asientos de coche vacíos al día. ¿Estamos siendo realmente eficientes en la asignación de los recursos existentes y en el respeto al medio ambiente?

La respuesta es no. O eso, al menos, es lo que han entendido los millones de usuarios que participan a diario en la economía colaborativa, ese nuevo y disruptivo modelo económico que amenaza con un cambio de era, igual que en su día lo hicieron las redes sociales, y que tiene como denominador común la compartición entre iguales de bienes infrautilizados o la prestación de servicios de pequeño valor económico, apoyándose para ello en Internet y las nuevas tecnologías.

Las cifras de este fenómeno son sencillamente abrumadoras. Cada mes más de un millón de viajeros se alojan en casas y apartamentos de otros particulares utilizando la plataforma Airbnb. A un usuario le sobra una habitación en su casa y la ofrece a través de la plataforma a cambio de una pequeña remuneración. Ya no es la gran cadena hotelera la que ofrece el alojamiento, sino un par, un igual. La experiencia es sencillamente distinta. La empresa, con origen en San Francisco, maneja en la actualidad más de 650.000 espacios en más de 34.000 ciudades, un volumen de alojamiento similar a cadenas hoteleras históricas como Intercontinental o Hilton. En España, el estudio "Tendencias del consumo colaborativo en España", publicado por Avancar, revela que el 76% de la población ha alquilado o compartido algún bien o servicio en algún momento de su vida. Lo que es más, nuestro país es el tercero más solicitado en el mundo por los usuarios de Airbnb como destino vacacional.

Pero no sólo los usuarios veneran la nueva economía disruptiva. También los que se juegan su dinero, los inversores, abrazan las bondades del consumo colaborativo. Blablacar levantó en 2014 la friolera de 100 millones de dólares en su última ronda de inversión. 450 y 1.200 millones de dólares fueron las cantidades que, respectivamente, obtuvieron Airbnb y Uber. En términos de mercado, las cifras son igualmente asombrosas. Airbnb, una empresa fundada apenas en 2.008, tiene una valoración de más de 10.000 millones de dólares, mientras que Uber, la compañía denostada por el taxi tradicional y de la que Google es principal accionista, ha sido valorada nada más y nada menos que en 45.000 millones de dólares.

¿Pero qué es realmente la economía colaborativa?

La realidad es que no existe una definición comúnmente aceptada ni pacífica del concepto de consumo o economía colaborativa, si bien se podría afirmar, tal y como propone la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), que se trata de un nuevo modelo económico que se basa en el "intercambio entre particulares de bienes y servicios que permanecían ociosos o infrautilizados a cambio de una compensación pactada entre las partes". Siguiendo a Rachel Bostman, autora del libro "What's Mine Is Yours: How Collaborative Consumption is Changing the Way We Live", la economía colaborativa se resume en el axioma de que "lo que es mío es tuyo, a cambio de una pequeña contraprestación".

Sobre la base de estos nuevos dictados, el intercambio de bienes y servicios se produce ya no entre profesionales, como veníamos acostumbrados, sino a través de particulares y sin que dicho intercambio implique una actividad profesional remunerada por parte del oferente, aunque sí pueda existir un intercambio económico en razón de gastos compartidos o de pequeña compensación por la prestación de un servicio. Si me llevas en tu coche, compartiremos gastos y si me dejas un taladro te pagaré una pequeña retribución por ello.

La era de la economía colaborativa supone un cambio cultural en el que pasamos básicamente de una economía de propiedad y de tenencia a una economía de acceso. Ya no compramos ese taladro que apenas vamos a utilizar sino que accedemos a él pagando a uno de nuestro pares una pequeña cantidad cuando realmente lo precisamos.

En este complejo y nuevo ecosistema una parte clave del mismo son los mecanismos de reputación. Estos mecanismos otorgan al usuario que quiere acceder a un bien o a un servicio mayor información disponible sobre el bien o el servicio que va a consumir. Si nos vamos a montar en un coche con otro, vamos a saber, sobre la base de las opiniones de los demás, si ese conductor es puntual, si es responsable, si sobrepasa los límites de velocidad o no lo hace, etc. Tal y como llegó a afirmar Rachel Botsman "la reputación es la nueva moneda". Si nuestra oferta es económicamente mejor que la de otro par, pero mi reputación en esa plataforma no es buena, entonces las probabilidades de ser yo quien preste el servicio o comparta mi bien son escasas, por no decir nulas.

Pero el consumo colaborativo no se limita a un solo campo de actividad. Abarca y puede abarcar cualquier ámbito en el que exista un intercambio de bienes o servicios entre particulares. Desde compartir el sofá de nuestra casa con un desconocido que nos ha contactado a través de la plataforma Couchsurfing, la cual cuenta a fecha de hoy con más de 7 millones de usuarios registrados en 100.000 ciudades en todo el mundo, hasta compartir nuestro coche por horas (P2P Carsharing) en SocialCar. O sumarse, tal vez, a esos más de 2 millones de usuarios que anualmente comparten gastos en Europa a través de BlaBlaCar o Amovens cuando realizan un trayecto en un mismo vehículo (carpooling). Sin olvidar, por supuesto, los coches con conductor que utilizan a Uber como intermediario o los alojamientos turísticos que otros particulares nos ofrecen en Airbnb o Homeaway. Tampoco las finanzas se escapan al fenómeno colaborativo con fórmulas como la financiación colectiva (Crowdfunding) o los préstamos entre particulares (Crowdlending), o los bancos de tiempo donde particulares intercambian prestaciones medidos en horas, minutos y segundos. ¿Y si alguien está dispuesto a prestarme un servicio a través de la red? TaskRabbit da la respuesta para ello.

Las reacciones del mercado

Sin embargo, las ventajas de estos modelos, que como ha apuntado la propia CNMC provocan efectos competitivos generados por el incremento de la cantidad y variedad de la oferta y facilitan una mayor utilización media de los recursos existentes, han sido y son brutalmente rechazados por los operadores tradicionales a los que estos nuevos modelos colaborativos restan cuota de mercado. Basta leer la prensa estos días para encontrar buena muestra de esas férreas reacciones.

Aunque es cierto que simplificar la reacción de esa manera sería faltar a la verdad. Y es que la respuesta por parte de los operadores tradicionales, ésos que ocupan u ocupaban una cómoda posición en el mercado, ha sido muy diversa. La realidad es que los nuevos operadores de la economía colaborativa sólo son molestos cuando empiezan a morder la tarta de alguien, cuando a alguien se le obliga a salir de su zona de confort, so pena de desaparecer del mercado.

En muchas ocasiones, el operador tradicional, más allá de la presión mediática y regulatoria que pueda realizar, procede, como estrategia, a sembrar dudas sobre el servicio competidor o incluso a difamarlo en ocasiones, si eso ayuda a su fin. A Fenebús, la federación de transporte en autobús, son las empresas de carpooling como BlaBlaCar o Amovens (compartir gastos entre usuarios de un coche) las que la ponen en aprietos, por "robarle" usuarios dispuestos a compartir coche, gastos y experiencia en detrimento del autobús. Uber, con su servicio UberPOP, ha levantado en armas a taxistas de medio mundo, hasta terminar siendo prohibido de manera cautelarísima en España el pasado diciembre. Por su parte, los Airbnb, Homeaway y similares se ven acosados por el lobby hotelero, que pretende (y consigue, en ocasiones) que se apliquen a los particulares, a los pares, la misma normativa obsoleta que a los hoteles y que fue confeccionada para una realidad bien distinta a la que ellos han instaurado. ¿Quién da más?

En aras a la verdad, no todos han reaccionado de esa manera. Algunos de los que podríamos considerar operadores tradicionales se han sumado al carro de lo colaborativo. Así, el fabricante de coches Chrysler invirtió en Carpooling.com, la conocida marca BMW lo hizo en Parkatmyhouse (servicio colaborativo de aparcamiento) y Avis compró Zipcar (empresa de carsharing), por mencionar sólo algunos ejemplos.

Lo cierto es que los modelos de negocio de la economía colaborativa tienen un perfil disruptivo en sus ámbitos de actividad, proponen una ruptura del statu quo y sacan de su zona de confort a los operadores asentados durante años en sus respectivos sectores.

Esos operadores están haciendo, en muchos casos, lobby para regular y frenar la entrada (imparable por otro lado) de los nuevos operadores. Sin embargo, no resulta razonable pensar que la economía colaborativa vaya a detener su progresión. Basta echar un ojo a las inversiones en start-ups más suculentas de 2014 y ver que muchos de los destinatarios de la financiación son plataformas de consumo colaborativo.

Por otro lado, el negocio de las plataformas colaborativas, aun basándose en unos patrones diferentes, afronta problemas similares, para los que no se encuentra solución y que sitúa en muchas ocasiones a estas plataformas en un limbo normativo, ausente de garantías bastantes.

El reto de la regulación

Así, el gran reto al que se enfrenta el consumo colaborativo es, a mi juicio, el regulatorio. Nos encontramos ante un fenómeno imparable que no encuentra una regulación normativa clara en la actualidad y que se halla ante la inminente necesidad de un marco legal que confiera seguridad a este tipo de iniciativas.

Recientemente se constituyó en España, bajo el paraguas de adigital, la asociación 'Sharing España', que pretende aglutinar a los principales operadores de este nuevo modelo económico que operan en España. Resulta cuanto menos curioso que el foco del debate en su acto de puesta de largo, el día de su presentación, fuera el regulatorio, el de sentar las reglas para este nuevo juego. Igualmente, la CNMC ha lanzado una consulta pública sobre economía colaborativa, ahora en marcha, con el objetivo de identificar las necesidades regulatorias de este fenómeno.

Pensemos, para acabar de comprender esta situación, que las regulaciones existentes están basadas en un modelo económico obsoleto y en decadencia. Además son locales, cuando el fenómeno es global. Creo que como sociedad no podemos permitir que la legislación y normativa del siglo pasado sean las que regulen las nuevas relaciones sociales, en este caso, las relaciones entre pares. Estamos en un cambio de era donde lo anterior ya no sirve.

Como afirma Albert Cañigueral en su libro 'Vivir mejor con menos', "la regulación, siempre que no sea entendida como una prohibición o limitación de actividad, es buena y necesaria para el desarrollo de los proyectos, ya que aportará más seguridad a todos los participantes. (...) No se puede simplificar el problema mediante la criminalización de un grupo cada vez más numeroso de ciudadanos".

Pero ello no significa que los nuevos operadores hayan de jugar con normas más ventajosas que las que existen para los agentes ya existentes. No significa que defienda que existan licencias para unos sí y para otros no, sino que abogo por establecer un marco normativo y regulatorio que permita la entrada de nuevos operadores en igualdad de condiciones a los ya existentes y en el que se eliminen las barreras administrativas que resulten innecesarias, aquéllas que no aportan valor al mercado y a la competitividad. Si para prestar un servicio de taxi una licencia no aporta ningún valor, que se elimine esa barrera para que todos compitan en igualdad. Ampararnos en la excusa de que así se ha hecho siempre redunda en perjuicio del mercado y de los propios usuarios.

La economía colaborativa está alcanzando un desarrollo espectacular en los últimos años. Sin embargo, en España aún no ha habido una respuesta normativa para hacer frente a este fenómeno. Por si esto fuera poco, el problema es todavía más complejo ya que en España Comunidades Autónomas y Ayuntamientos tienen delegadas ciertas competencias que afectan de pleno a estos nuevos operadores.

Por ello, resulta crucial trabajar en el desarrollo de regulaciones adecuadas, como se está reclamando ya desde instituciones públicas y privadas. En otros países se han dado los primeros pasos tendentes a regular ad hoc este nuevo tipo de fenómenos. El Estado de California, meca actual de la innovación, cuenta desde 2013, y para disgusto de taxistas, con una regulación específica que permite los servicios de coche con conductor (Uber, Lyft y similares) siempre que se cumplan una serie de requisitos para la seguridad del usuario y sin necesidad de que el vehículo cuente con una licencia específica como pudiera ser en España la licencia de taxi o VTC. Es una oportunidad para España para apostar por la innovación y la entrada de operadores líderes en la transformación económica que estamos viviendo.

Pero ¿cómo regular? Una regulación innecesaria o desproporcionada perjudicaría a los consumidores y al interés general, además de suponer un obstáculo a la competencia efectiva. La propia CNMC ha afirmado en su borrador de consulta pública que se encuentra ahora mismo en marcha que "la ausencia de regulación podría ser, en algunos casos, la solución óptima". Y que, en todo caso "si se diera una respuesta regulatoria, se debe primar el interés general, no el interés de un grupo de operadores económicos". Uber y Airbnb (aunque no sean significativos de la gran masa de este tipo de nuevos operadores, muchas veces más pequeños) no son pequeñas empresas desvalidas, sino potentes transnacionales con grandes recursos económicos y humanos. En definitiva, no se trata de afrontar la regulación de la pena, sino la regulación de la eficiencia y la innovación.

La vía de la autorregulación, el dejar la regulación en manos de los nuevos operadores, es también clave en estos entornos. Los sistemas de reputación implantados por estas plataformas hacen en muchos casos que el usuario tenga una información previa, rica y ajustada sobre el bien o el servicio al que se disponen a acceder. Pero ello no siempre es suficiente. Sí resulta necesario dar una respuesta normativa cuando existen fallos de mercado que impidan el acceso por nuevos operadores a la prestación de bienes y servicios y a su máxima eficiencia. La creación de normas tiene sentido, en un caso como el presente, cuando el mercado es incapaz de alcanzar un resultado que asigne los recursos de forma eficiente.

Además, y aunque sea otro debate, el que presta un servicio y obtiene un lucro directo, habrá de tributar por él. Y ello, claro, implica una reforma todavía más grande, por cuanto que no tiene sentido que se imponga el pago de una cuota determinada en el régimen de autónomos a un par que recibe de manera esporádica e intermitente una cantidad si dicha cantidad es realmente exigua. Deberá pagar, pero deberá hacerlo de manera racional y proporcionada al ingreso obtenido. De lo contrario, la economía sumergida seguirá de esa manera, sumergida, cuando una ajustada regulación podría servir para recaudar muchas pequeñas cantidades que terminarían siendo una gran cantidad.

La respuesta por parte de las autoridades no tiene por qué consistir en más regulación para los nuevos operadores, sino en reducir los requisitos para los operadores tradicionales cuando estos requisitos son innecesarios, desproporcionados o no aporten valor.

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